Los símbolos primordiales rara vez se olvidan; cambian, se modifican, pero su esencia permanece inalterable. El símbolo del árbol de Navidad posee la cualidad de haber sobrevivido innumerables tormentas y, sin embargo, conservar su naturaleza al menos una vez al año. ¿Pero cuál es su pasado?Si el árbol de Navidad es un símbolo, ¿qué simboliza? Y más aún, si el árbol de Navidad simboliza algo, ¿cuál es la naturaleza primigenia de aquello que pretende reflejar?
El hombre es un animal de hábitos, incluso de hábitos nocivos; pero en la historia de los símbolos nada persiste sin un pasado de gloria u horror, de modo que cualquier jirón de ese pasado ominoso, arcaico, posee fuertes vínculos con una parte nuestra que también permanece inalterable. Habrá quien explique los orígenes del árbol de Navidad como una curiosidad teutona del siglo XV, pero es un error creer que esa curiosidad surgió de la creatividad individual. El símbolo del árbol de Navidad, de hecho, es anterior a lo que representa actualmente. En otras palabras, antes de la Navidad ya existía el árbol. Previo al advenimiento del cristianismo, las plantas, árboles y arbustos que se conservaban verdes incluso en invierno poseían un profundo significado para los pueblos.
En el hemisferio norte, del 21 al 23 de diciembre, ocurre el solsticio de invierno, cuyos días son los más cortos del año y sus noches las más largas. En esas prolongadas noches de frío, cuando el sol era poco menos que un recuerdo, el verde se convertía en algo más que un simple motivo decorativo, representaba algo: la vida, quizás, y la tenacidad del hombre, que al igual que esas trémulas hojas verdes capeaba el invierno con la esperanza intacta.
En la Edad Media, mucho antes de que el árbol de Navidad se volviese un elemento central durante esta festividad, las buenas personas temerosas de Dios adornaban sus hogares con pequeños árboles y ramas sagradas, creyendo que esto limitaba el acceso de brujas y otros esperpentos durante el solsticio de invierno. Algunos milenios más atrás, en Egipto se adoraba a Ra, el sol en su forma perfecta, cuyo retorno era aclamado mediante la confección de árboles artificiales hechos con hojas de palmera, y ubicados en el interior de las casas. Los romanos, por su parte, veían en el solsticio de invierno la gran festichola de Saturno, las saturnalias, en cuyo honor se adornaba el interior de las casas con toda clase de ramas, arbustos y pequeños retoños arbóreos como forma de integrar a esa deidad reverdescente al núcleo familiar. Incluso los enigmáticos druidas, los sacerdotes-hechiceros del pueblo celta, decoraban sus templos con árboles diminutos como símbolo de un estío perpetuo. Y hasta los vikingos, pueblo áspero y beligerante, recordaban a su dios Balder con hojas y ramas verdes colocadas dentro de sus hogares.
Estos son los orígenes del árbol de Navidad, los cimientos, si se quiere, sobre los que fue posible construir la tradición moderna de colocar árboles en el interior de las casas, posiblemente el único sitio sobre la Tierra en el que un árbol se sentiría incómodo. Poco representativos de la jornada del Galileo, desde hace 500 años los teólogos han buscado la manera de integrar el árbol de Navidad a la fe cristiana, sin hallar otra cosa que incómodos restos paganos. Como resultado de esta pesquisa infructuosa, y a la vista de la popularidad casi patológica de los árboles de Navidad, nuestros buenos pensadores de la fe decidieron acertadamente enfocar su atención hacia misterios más accesibles.
Ahora bien, el árbol de Navidad adornado con luces proviene de una época más reciente. La leyenda, proveniente del siglo XVI, afirma que durante una noche previa a la Navidad, Martín Lutero volvía a casa caminando por el bosque cuando advirtió el brillo de las estrellas entre las ramas de los árboles. Embelesado por esa visión, Lutero buscó trasladar la imagen al interior de su casa, cosa que hizo colocando velas en las ramas de un árbol que consiguió ubicar enojosamente en la sala central. Esta leyenda, que bien podría tener una base real, no explica el origen del árbol de Navidad sino el de la costumbre de adornar sus ramas con luces de colores y objetos esféricos, símbolo de las refulgentes esferas siderales atisbadas por el protestante. Esta idea tampoco es propiedad exclusiva de Lutero, sino de los mitos nórdicos, quienes explican el universo como un enorme árbol llamado Yggdrasil, cuyas ramas y raíces atraviesan los Nueve Mundos.
Cuando los símbolos olvidan su pasado, decíamos, se convierten en otra cosa. No obstante, allí están. Persisten como el recordatorio de un pasado donde los dioses se recluían durante el invierno y retornaban como soles radiantes y feroces en el estío. Esta Nochebuena, cuando el paroxismo de nuestras tertulias máxima expresión, cuando los pueblos y ciudades tiemblen con el tañido de las campanas eclesiásticas, y los niños-Dios articulen modestas escenas sobre pesebres estáticos, recordemos con sobrecogimiento a esos árboles que brillan en nuestras casas, y, sobre todo, lo que representan. En cada hogar, no importa de qué religión sea, los viejos dioses paganos volverán a brillar entre las ramas de nuestros árboles artificiales.
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