Avalon es la isla donde descansa el rey Arturo hasta que Camelot, asediada, reclame su vuelta. Esta es una definición mitológica tan precisa como carente de vida, pero Avalon, creo, merece que reparemos en su historia, pues no todas las islas encantadas son islas imaginarias, y algunas cosas que la tradición ha relegado al mito viven más intensamente que los ídolos ante los cuales se postran los necios. El mito es, sobre todo, proporcionalmente inverso al pensamiento maniqueo, esto es, pensar en opuestos. Sólo siendo indiferente ante la tentación de catalogar las cosas como buenas o malas, brillantes u oscuras, seremos capaces de comprender el mito en toda su magnificencia. Las religiones, especialmente la judía y la cristiana, jamás han comprendido este matiz poético, de modo que han saqueado todo aquello que convenía a sus intenciones argumentativas, dejando los restos como meros residuos inexplicables carentes de valor.
Una interesante afirmación para comenzar a recorrer el camino de la Isla Occidental es decir que antes del Paraíso fue Avalon. Avalon aparece por primera vez en 1136 en la monumental Historia Regum Britanniae (Historia de los Reyes de Bretaña), de Geoffrey de Monmouth, como el sitio en donde fue forjada Excalibur, la legendaria espada de Arturo, y donde el cadáver de este rey se recupera de las heridas recibidas en la Batalla de Camlann, cuando el héroe se enfrentó con su hijo, el implacable Mordred. Geoffrey of Monmouth la menciona en latín: Insula Avallonis, luego, Insula Pomorum (isla de los manzanos); pero la palabra Avalon tiene un significado tan antiguo que su nombre podría ser comprendido por los habitantes más primitivos de Europa.
Avalon significa Manzanos, proviene del galés antiguo Abal (manzano), idéntico a la voz celta Abal, con igual significado. La raíz abal se remonta al protoindoeuropeo, esto es, la lengua más antigua de la que se tiene conocimiento, antes de que las tribus europeas comiencen su largo éxodo hacia oriente. Pero, ¿qué es Avalon? El lector de J.R.R. Tolkien quizás recuerde a Avallone, aquel puerto de la Isla de los Elfos, enclavada presumiblemente en medio del Océano Atlántico; y es el propio Tokien quien, de hecho, penetró con mayor agudeza en el mito de Avalon, aunque su naturaleza cristiana no le permitió vociferar abiertamente el secreto que ocultan sus playas.
La Irlanda medieval susurraba oscuramente sobre la temible Emain Ablach, la Isla de los Manzanos, y sus caudillos más temibles eran llamados Afallach (los hombres del manzano). Todos los pueblos europeos que retornaron del éxodo, y algunos que nunca regresaron, conservaron la tradición de una Isla gigantesca, sede de una ciencia antiquísima, un saber oculto y prohibido, sobre las profundas aguas del atlántico. Este mito de la Isla Inmemorial quedó registrado en historias celebérrimas, como la leyenda de la Atlántida, la Isla de los Bienaventurados, los Campos Elíseos, o el Paraíso judeocristiano, que si bien no es mencionado como isla, coincide con Avalon en un detalle fundamental.
Arturo, sostiene el ciclo, jamás murió. No porque posea alguna escencia sobrenatural, sino porque su cuerpo reside en la Isla de los Bienaventurados, es decir, en una tierra perfecta, donde el círculo de la vida y la muerte queda suspendido, y donde todos los dones de la naturaleza son brindados sin efectuar el menor esfuerzo, bien análogo al de los elfos de Tolkien en su isla de inmortales. Estudiosos modernos han intentado ubicar la isla de Avalon en la Isla de Man, y hasta en las Islas Canarias, olvidando que el mito, para ser verdadero, no necesita de una ubicación real, aunque en este caso sí la tiene.
Para comprender el mito de Avalon debemos ampliar nuestra mirada del pasado, e incluir muchas cosas que rozan un terreno pantanoso, literalmente. Hace unos 12.000 años se produjo una de las migraciones más impresionantes que el mundo jamás haya visto. De Europa Occidental partieron innumerables tribus hacia oriente, llevándose consigo el recuerdo de la tierra natal. Este éxodo queda retratado en la gran épica hindú, el Ramayana, de origen indoeuropeo, en donde se narra la conquista de oriente utilizando una historia de amor como disparador. Lingüísticamente hablando, este éxodo queda demostrado con la unicidad de las lenguas arias, es decir, que el sánscrito, el pali, griego, latín, alemán, céltico, inglés, todos provienen de una fuente común, de un lenguaje común, denominado protoindoeuropeo. Hace unos 7.000 años, muchas de estas civilizaciones desandaron el camino, repoblando Europa Occidental. En este vaivén, los mitos se funden, se superponen, se vuelven nebulosos y esquivos, pero allí están, listos para ser abordados por el estudioso sagaz, que nunca pretende encontrar la Verdad, sino apenas una verdad, pequeña y regional, que con suerte terminará integrando un mapa mayor donde otros, acaso mejores, logren reconstruir la historia primordial de la civilización occidental.
El hogar en el exilio estaba en oriente, pero el corazón nunca partió, se quedó en occidente, se glorificó, se idealizó a tal punto que sus tierras mezquinas y pantanosas se volvieron una isla brillante, perpetuamente joven, donde el hombre no necesitaba del sudor de su frente para disfrutar sus dones. Este sentido trágico y melancólico es recogido en la tradición judeocristiana del Paraíso, una tierra idílica, perfecta, donde la muerte no tiene cabida. Pero las asimilaciones mitológicas nunca logran traicionar la escencia que pretenden reproducir, de modo que en la tierra sagrada del mito judeocristiano, donde, recordemos, la muerte no tiene cabida, la vieja sabiduría de occidente se filtra en una figura muy peculiar: la serpiente.
Es curioso pensar que en la Tierra de Dios el mal tenga acceso de un modo tan abierto como en el mito del Paraíso, pero así debía ser. Adán y Eva, el hombre y la mujer en estado puro, en comunión idílica con el entorno, ceden ante la tentación de la manzana, aquel símbolo intrínseco del conocimiento, emplazado en el centro del paraíso. Tras omitir las órdenes de Jehová, la pareja es expulsada del paraíso, de la tierra de los manzanos, y al igual que las melancólicas tribus europeas, son exiliados al este, donde se ven enfrentados con la dura realidad de lo desconocido. En resumen, Avalon es esto; una tierra ignota que ha sido abandonada, el hogar que queda atrás, con todas sus miserias y encantos que florecen y se multiplican con la distancia. Para algunos, Avalon existe realmente, para otros, jamás existirá, salvo en las páginas perdidas de un éxodo muy impopular.
Volviendo a la Edad Media podremos atestiguar la existencia de Ynys Affalach (Isla de los hombres del manzano), luego llamada Ynys Gutrin (Isla de Cristal) -similar a la tumba cristalina de Arturo-, finalmente rebautizada por los sajones como Glastingebury (Glastonbury). Esta región, una verdadera isla de manzanos rodeada por un "mar" de pantanos, se ha revelado como un sitio funerario por excelencia, un lugar en el que, se creía, nadie muere eternamente, una región donde el espíritu se renueva del cansancio del mundo, del peso implacable del tiempo, como el viejo Arturo, que duerme un sueño inmemorial en las costas de Avalon, perdidas para siempre en los laberintos del mito.
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